Supongo que sabrás que la bondad es un bien escaso. Petróleo, piedras preciosas, agua, también lo son. Sin embargo, ella conservó inexplicablemente intacta la ingenuidad y la inocencia durante todos aquellos años. Nunca tuvo conciencia de ello, al contrario, ojalá hubiera sabido que tanto dolor solo procedía de aquella fuente incesante que era su bondad.
Una romántica idealista que apostaba por sus ideales hasta que comprobó que era su vida o la de los Otros. Bien sabe Dios, si es que existe, que ella hubiera muerto por sus ideales. Pero la Muerte es esquiva con quien no teme morir. Minutos hilados hasta consumirse, eso era todo lo que sabía de la muerte.
Y así como se consumían los minutos de su vida, también se consumía la dulce benevolencia de su alma. Allí donde se habían sembrado violetas y nardos comenzó a abrirse paso la hiedra, salvaje y venenosa. Esta vez sí sabía de dónde venía el odio y el rencor que la estaba invadiendo. Cierto era que estaba dispuesta a morir por sus ideales, sí, pero también a ver morir a los Otros por defenderlos. Una mezcla peligrosa se estaba forjando en sus adentros, colándose por cada grieta de su cabello, cada orificio de su cuerpo, cada poro de su piel.
Quizá dirás que es imposible que la bondad y la maldad se unan en un mismo ser, pero ella no era alguien real que siguiera los cánones de este mundo. Y sé que no me creerás, tendrías que morir y nacer de nuevo para creerme, lo sé. Sin embargo, créeme: aún siendo la bondad un bien escaso, en ella era tan infinita como la maldad. Dos fluidos de distinta naturaleza coexistían en su interior otorgando a quienquiera que tan solo la rozase su justo merecido. La clemencia simplemente era invisible.
Era ella, la ejecutora, la justiciera. Sé que muchos habrían querido aniquilarla; otros no habrían dudado en amarla hasta el fin. Sin embargo, nadie supo nunca a quién salvo ni a quien exterminó.
- ¿Y entonces tú cómo lo sabes?- preguntó el joven.
- Entonces dice usted que nació en Sacramento pero que ha vivido casi toda su vida aquí.
- Sí, así es -dijo con voz temblorosa Elías-. La verdad es que prefiero la costa, el look habitual costero hace que cualquier hombre con un simple pantalón y camisa parezca elegante. Me gusta San Francisco -sonrió-.
El doctor Morrison arqueó una de sus cejas mientras le miraba por encima de sus gafas. Llevaba veintisiete años trabajando como especialista en problemas de conducta y no había habido ni un solo paciente que lo dejase indiferente, las ojeras del señor Ellison no auguraban que fuera a ser distinto.
- ¿He dicho algo extraño Dr. Morrison? -soltó una risilla nerviosa-.
- No, en absoluto, discúlpeme señor Ellison, me he distraído pensando en que tiene usted toda la razón, la gente de la costa tiene un gusto bastante informal a la hora de vestir, y si no ¡fíjese en mí! -volvió a mirar a su cuaderno al tiempo que reía-.
- Eso mismo pienso yo... pero fíjese, lo que me parece un desacierto social, para mí es una ventaja personal -hizo una pausa, como esperando recibir la confirmación de su idea en los ojos del doctor-. Y, por favor, puede llamarme Elías, si no siento que aún sigo en la oficina y me resulta incómodo.
- Claro, Elías... Elías, tuve un viejo amigo en la infancia que se llamaba así. Bueno, Elias ¿Por qué está aquí? -sonrió lacónicamente- .
La voz temblorosa de Elias afloró como un leve quejido, pero se aclaró la voz y contesto:
- Pues verá... No puedo dormir por las noches. No consigo dejar de pensar, ¿sabe? Desconectar.
- Entiendo -anotó algo en el cuaderno mientras asentía con la cabeza-. ¿Ha padecido usted algún trastorno del sueño? Como insomnio, terrores nocturnos, sonambulismo...
- No, nada de eso. Al menos que yo sepa, claro.
-¿Vive solo?
- Sí, bueno, ahora mismo vivo solo, durante los meses de verano. El resto del año vivo con mi sobrino Alfred. Está estudiando derecho, en la universidad de Berkeley, sabe usted.
- Entiendo. Y entonces, Elías ¿tiene algún problema o preocupación que le impida conciliar el sueño?
- No, lo cierto es que no. Llevo una vida muy ordenada. Solo concibo la vida así, con un orden inconsciente de las cosas, en el que lo uno va detrás de lo otro sin pausa.
- Así que es usted metódico en sus costumbres y hábitos.
- Sí, lo cierto es que sí. Yo no lo noto demasiado, llevo haciéndolo desde que tengo uso de razón. Mi madre, que en paz descanse, me inculcó una rigidez casi férrea en cuanto a estos hábitos, sabe usted.
- Comprendo -volvió a anotar algo en su cuaderno a la par que se subía las gafas hasta la altura de su ojos-. Entonces no ha habido ningún cambio, ni tiene ningún problema que usted reconozca. ¿Y en qué piensa durante las horas en que no puede dormir?
- En mi vecino -respondió rápidamente mientras mantenía la mirada fija en el doctor Morrison-.
- En su vecino... bien. ¿Qué le pasa con su vecino?
- Pues verá... -comenzó a frotarse las manos con lentitud- no sé cómo explicarlo, ni yo mismo lo entiendo
-la voz era cada vez más dubitativa y nerviosa, cogió aire y resopló-. Verá... yo... siento una desazón. Una especie de molestia constante que se manifiesta especialmente a la hora de dormir. El señor Fridge, bueno, mi vecino, quiero decir, es un hombre casado, con dos preciosas niñas y un jardín con butacas y piscina. Incluso tiene unos maceteros con geranios que yo mismo riego en los meses de verano, puesto que ellos se marchan a Sacramento con la madre de su esposa -hizo una breve pausa para mirar al doctor y continuó hablando atropelladamente-. La cuestión es que están de obras, están haciendo una especie de trastero subterráneo y...
- Un trastero -interrumpió el doctor-. En la casa de sus vecinos -Elias asintió con la cabeza- ¿Y le incomodan los ruidos derivados de la obra, quizá? -estaba claro que él tampoco iba a ser la excepción de sus pacientes, estaba sorprendiéndolo tanto como había imaginado-.
- No, no tiene nada que ver con eso -Elías se sentía cada vez más forzado a contar por primera vez qué era lo que no le dejaba conciliar el sueño, intentando sacar de sí mismo las palabras que tantas veces había pensando pero nunca verbalizado-. La cuestión es que ese trastero -hizo un gesto con los dedos para entrecomillar la palabra- no es precisamente para guardar los trastos que no tienen cabida en el resto de la casa.
- Vaya ¿Y entonces para qué lo usarán? ¿Algún fin poco lícito?
- Es un refugio -dijo en voz muy baja, susurrando-. Para salvaguardarse en caso de una especie de apocalipsis o fin del mundo, o algo así. No sé, en realidad, qué clase de terribles catástrofes pueden pueden acontecer a una familia, pero me parece una barbaridad.
- Entonces no le gusta que sus vecinos piensen que cabe la posibilidad de que el fin del mundo se acerque -el doctor Morrison quería llegar al quid de la cuestión, pero cuanto más indagaba menos comprendía-.
- No ¡qué tontería! -dijo con una pizca de indignación-. Me da exactamente igual lo que ellos piensen. Lo que me importa es que tienen un lugar para protegerse ¿De qué? No lo saben, pero ellos lo han construido. Y llevan embaucados en ese proyecto -de nuevo volvió a entrecomillar la palabra con los dedos- durante años.
- Bueno, quizá simplemente quieran tener una posibilidad de salvarse en caso de que eso suceda. Las creencias en este tipo de cosas son muy variadas, desde supersticiones, tradiciones familiares o simplemente religiosas. En cualquier caso, Elias, ¿por qué le impide eso dormir?
- Porque se salvarán -dijo en un tono tajante.
- Pero para salvarse primero deberían estar en peligro ¿no? Y que sepamos no corren ningún riesgo, ni ellos ni el resto de la humanidad, al menos, a este respecto. Además usted ha dicho que nadie puede anticipar semejante acontecimiento. Si sucede, es poco probable que sea algo predecible.
- Ya... pero ¿y si sucediera? Se salvarían, sobrevivirían.
- Bueno, permítame que le diga que en la misma situación habrá otras tantas familias e individuos, con parecidas o idénticas creencias; guardando en habitáculos subterráneos de sus casas latas y latas de sopa precocinada y barritas nutritivas. Si por un casual ocurriese algo, y si por un casual ellos se salvasen, se salvarían también muchas otras personas. Así que el señor Fridge y su familia solo serían una más de otras tantas.
- Ya, pero usted no conoce a los Fridge -su mirada parecía abstraerse en sus propias elucubraciones, estaba dejando de hablarle al doctor para hablarse así mismo-. Nadie les conoce... nadie. Usted no los ha visto como los he visto yo, día tras día, noche tras noche. Adorando su pequeño refugio.
- Elías -interrumpió el doctor- nos estamos desviando de su problema. No puede dormir por las noches ¿recuerda?
- Desviando la preocupación... -repitió, devolviendo la mirada al doctor-.
Sobrevivirán, esa palabra había resonado en la mente de Elías durante muchos meses.
El doctor Morrison, sin embargo, seguía sin comprender cual era la relación entre no poder dormir y necesitar esa ferviente seguridad; peor aún, no era capaz de atisbar el porqué no sentirse seguro venía determinado porque sus vecinos estuvieran construyendo un lugar donde esconderse si el fin del mundo se aproximaba. Después de todo, la seguridad es algo que nace en el interior de cada uno, algo que se cultiva y crece.
¿O no? -pensó para sí el doctor-.
Estaba en lo cierto. Elías quería poseer esa seguridad, esa sencilla manera de sentirse resguardado, de pensar que aferrándose a ese algo sobrevivirás a todo lo que acontezca. Elías había depositado su seguridad en la vida de los Fridge, de la misma manera que ellos habían puesto todas sus esperanzas en erigir un refugio dentro de su hogar. ¿Y qué pasaba con la triste idea de abandonar este mundo y dejar en él todo lo que te ha hecho sentir seguro? Fuese un refugio o una familia. Partir, después de morir, hacia un lugar desconocido; solo y desnudo, sabiendo que la vida continua, ahora sin ti.
No necesitas gran cosa. Solo una motivación y la confianza total en una ilusión. Un espejismo. Algo incorpóreo que en tu mente cobre vida y sentido. De hecho, son necesarios todos los sentidos. Ponle algo de color, el que más te guste, un toque de ese olor que tanto anhelas respirar, el tacto de algo que te dé tranquilidad, el sonido de esa canción que te hace sentir la victoria y el sabor... el sabor será tu recompensa.
Sucederá. Te irá llenando poco a poco, la notarás, pero no sabrás que es ella, será una caricia recorriéndote, noche tras noche. Un pensamiento analgésico antes de dormir y una razón vibrante antes de despertar. Será el gesto de aquel niño al cruzar; el tacto de la hierba un día de primavera; el sonido de una llave abriendo tu puerta. Será la que te esperará al final de las escaleras; la que te curará las heridas. Será, sobre todas las cosas, la más bella palabra dicha en todos los idiomas.
Estará dentro de ti; convirtiéndote en alguien mejor, alguien mucho mejor, creerás. Alguien que sonríe con ternura, alguien que da besos lentos, alguien que cocina con amor. Alguien feliz. Sentirás el alegre zigzagueo en el estómago, y, alguna inocente vez, una sutil punzada.
Es ella, no lo sabes y quizá no lo sepas nunca, pero no hay vuelta atrás, te ha calado. Crecerá lentamente, invadiendo tus huesos, tu sangre, tu sudor. El eco de tu voz y el olor de tu pelo; y tu piel, de terciopelo y nácar; y la cicatriz en tu vientre y hasta tu forma de cruzar las manos al dormir, son de ella. Todo cuanto construyeron en ti, ahora le pertenece.
Convivir con el dolor no es fácil, pero créela, entregarle la vida no será tu redención. Cuando ya no quede nada de ti, aún te quedará el recuerdo de lo que fue, de lo que significó, de esa luz que infundió con tanta facilidad como un día la extinguió. Verás la pasarela encerrado, desde tu insignificante mundo de cristal, y mentira a mentira, por fin saborearás esa extraña sensación de mirar la realidad con unas gafas que alguien graduó mal, muy mal.
No sabía cuánto tiempo había pasado ni desde cuándo estaba allí. Tenía los ojos cerrados cuando sintió el cosquilleo del pelo rozándole la cara. Un dulce despertar. Fue entonces, y no antes, cuando abrió los ojos y sonrió. Estaba nevando; pequeños, diminutos cristales de agua que se posaban en su cabello, bailaban levemente frente a su mirada.
No sabía cuánto tiempo había pasado ni desde cuándo estaba allí; ni cuántas estaciones habían rotado hasta ser invierno; pero sí, ese era él. En un barrio sin nombre, en una calle desconocida, en un rincón del mundo, dos extraños caminan y se alejan entre la nieve.
No sabía cuánto tiempo había pasado ni desde cuándo estaba allí, pero todo recordaba a una blanca postal invernal, sin remite, con lápiz y en cursiva, donde alguien había escrito: