sábado, 3 de octubre de 2009

La era de los sinrrelojes

Cuando era pequeña adoraba los relojes. Todos. Con sus manecillas, girando, marcando las horas, los minutos, los segundos. Diciendo eternamente hola y adiós. Comprimiendo el tiempo en lo tangible.

Con ocho años, una hora era mucho más que sesenta minutos. Cabían los deberes, la merienda, los pajarillos en la cabeza, dibujos con plastidecor, el sol de media tarde en la piel. Una hora era larga y, a veces, aburrida. Infinita. Eterna. Corta. Intensa. Divertida.


Mi padre se empeñaba en enlazar a mi muñeca relojes Flick&Flak. Eran coloridos, originales y curiosos. Gustaba siempre de llevar mi reloj a todas partes y ser consciente de su compañía. Quizá el reloj no pensaba lo mismo de mí, dado que siempre, de una forma u otra, acababa por desatarse y perdérseme, vete tú a saber en qué lugar de los cientos en los que me escondía. Lógicamente mi padre me pedía cuentas.

¿Qué has hecho con el reloj? –me preguntaba él-.
¿Yo? –contestaba, sintiéndome ajena a la pregunta-.

Todos estaréis de acuerdo en que los adultos, a veces, preguntan cosas irremediablemente irrisorias. Si yo me ciño el reloj correctamente a la muñeca y a las dos horas no está donde yo lo puse, queda claro que ha sido el reloj el que se ha marchado por sus propias manillas. Lo que sucede es que aquellos relojes debían repudiarme por alguna razón que yo desconocía por completo. No fue uno. No. Por esta muñeca izquierda, han pasado catorce relojes de distintas marcas, tipos y colores.

Me cansé de recibir castigos por pérdidas relojeras incontroladas. Me desligué de los relojes. No more time in a watch. Finito. Sanseacabó. Bienvenida a la era de los sinrrelojes, me dije.

Desde entonces hasta ahora, distintos relojes me han hecho guiño. Y con veintiún años, un reloj de madera, moderno y pulcro, se presentó en mi vida en forma de recuerdo familiar. De su redondeada cara sólo pude pensar: “parece amable”. Inocente de mí. Aquella misma noche aquel adorable reloj se quedó parado a la una de la madrugada, tras una agónico tictac de dos horas, el silencio pudo con él; fue muerte súbita. Y nadie, ni siquiera yo, hizo nada por insuflarle un último hálito de vida.

R.I.P. (Rest In Peace)

Lo cierto es que, quizá creáis desorbitadas mis ideas, pero yo creo que aquel reloj se pasó gran parte de la noche susurrándome grandes palabras en mi hueca habitación, hasta que finalmente falleció por haber agotado su juventud. Los relojes están destinados a dar la hora, sea correcta o incorrecta. Y nadie les ha preguntado si quieren tener que ser los portadores de esa gran desidia que es el paso del tiempo. No quieren, por eso se (me) pierden, se (me) paran. Sencillamente no desean ser el objeto de odio de tantos cientos de personas un lunes a las siete de la mañana. No desean ser los que transmitan la trágica noticia de que tu fantástica hora de deontología y derecho de la información va a comenzar.

Así que, una vez comprendí el gran mensaje, decidí que todos los relojes que hubiera en mi vida irían a destiempo. Y en los restos del redondeado reloj de madera, siguen siendo la una de la madrugada del día en que supe el verdadero deseo de (casi) todos los relojes del mundo.

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